“En la Basílica he descubierto de verdad como actúa la Virgen”

“He conocido muchas personas con un amor a la Virgen y a la Eucaristía que han sido un ejemplo para mí”

“El momento que estamos viviendo, y el Papa Francisco lo repite constantemente, es un momento de crisis y de cambio de época”

 

DON FRANCISCO

Don Francisco Molina Carretero, párroco emérito de la Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, representa como pocos esa figura del “pastor con olor a oveja y sonrisa de padre”, tan necesaria para la Iglesia y pedida incluso por el Papa Francisco a los propios sacerdotes. Es, sin duda, uno de los miembros más queridos y entrañables de la gran familia que se mueve alrededor de la Patrona porque rezuma bondad por los cuatro costados y porque en su escucha atenta, mirada dulce, sabio consejo y maravillosa espiritualidad muchos han encontrado la mejor medicina para el alma y el corazón. La de Don Francisco no es sólo la historia de un gran amor -a Dios, a la Santísima Virgen y a un ministerio de cincuenta y cuatro años- sino el relato apasionado de otro cariño, no menos incondicional, el que ha profesado siempre por el prójimo y por cuantos lo han necesitado. Él sabe también lo que es el dolor, pero asegura que sus noches más oscuras han sido noches hermosísimas porque eran noches de luz con Dios.

 -Me cuentan don Francisco que su padre formó parte de aquellos grupos que hacían guardia alrededor de la Basílica para protegerla y que no la quemaran…

-Si. En algún momento participó en uno de los grupos que se hicieron para defender a la Virgen, según le escuché a él mismo. Yo no había nacido todavía cuando ocurrió aquello.

-En su vocación como sacerdote, ni que decir tiene, que su hermano ha sido el gran referente.

-Efectivamente. Mi hermano Antonio era el mayor de los cuatro hermanos y la diferencia entre él y yo era de más de dieciocho años. Cuando yo nací, en 1943, mi hermano ya llevaba sotana y para mí era, realmente, una referencia muy grande. De hecho, yo comencé a ayudar como monaguillo, a los cuatro años, en el convento de las Carmelitas Descalzas que hay en Ogíjares, cerca de la base aérea de Armilla.

-Su hermano le transmite el amor por el sacerdocio pero ¿quién le transmite la fe?

-Mis padres, Carmen y Antonio, unos agricultores muy sencillos, pero principalmente mi madre. Ella se había educado religiosamente con las carmelitas y tenía una fe profunda. Mi hermano le había regalado las obras completas de Santa Teresa de la BAC y recuerdo que me admiraba que cuando las terminaba volvía a comenzar de nuevo. Yo intentaba leerlas, incluso estando ya en el Seminario Mayor, pero no sabía sacarles el mismo jugo que ella. Todos los días rezábamos el rosario en familia y antes de dormir, el salmo De Profundis, que rezaban los monjes en los monasterios “Desde lo hondo, a ti grito, Señor.” Mi padre me enseñó el valor del trabajo y la honradez, el respeto a los demás y ayudar siempre que se pueda al que lo necesite. En las vacaciones -durante el curso estaba interno en el Seminario- había que levantarse temprano para hacer las tareas del campo. Cuando sonaban los toques para la Misa, había sólo de mañana, siempre respetó que dejara el trabajo y fuera. Me decía “Tú haz lo que crees que Dios te pide”.

-¿En qué momento sintió la llamada del Señor?

-Yo quería irme al seminario porque quería ser como mi hermano. De hecho, entré en él y cumplí los nueve años recién llegado. Después pasé por distintas etapas en las que fui descubriendo lo que Dios quería de mí.

-¿También fue precoz cuando se ordenó sacerdote?

-No tenía todavía los veinticuatro años y necesité una dispensa para ordenarme sacerdote el 22 de diciembre de 1966. Mis compañeros lo habían hecho dos años antes y yo no pude porque era el más joven del curso. De hecho, terminé Teología con veintiuno.

-¿Recuerda su primera Misa?

-Claro, e hizo un día espléndido. Me ordené por la mañana en lo que es actualmente el Seminario Mayor y la primera misa la celebré esa misma tarde en lo que era el Seminario Menor, en la Iglesia de Nuestra Señora de Gracia. Ese 22 de diciembre me tocó la lotería.

-En su formación y espiritualidad ¿Cuáles han sido sus grandes maestros?

-Tengo que reconocer que encontrarme con la espiritualidad de Chiara Lubich, del Movimiento de los Focolares, ha sido un referente para mí desde que comencé a profundizar y a vivir el estilo de vida que tiene esa espiritualidad. La conocí en Granada, la escuché muchas veces y me ha ayudado mucho en mi vida sacerdotal.

-En Roma tuvo la oportunidad de coincidir y saludar en algunas ocasiones a San Juan Pablo II. ¿Le impactó su figura?

-Muchísimo. Además, yo estaba en Brasil cuando fue nombrado Papa. Aunque todos los Papas me han marcado en general, la preparación del milenio y sus encíclicas lo han hecho de una forma especial.

-¿La primera iglesia que le asignaron?

-Después de terminar el curso en Salamanca, una vez ordenado sacerdote, me destinaron en julio a Atarfe como coadjutor y allí estuve hasta los primeros días de octubre de 1967. Después me mandaron al Seminario Menor como profesor y formador. Al cuarto año hubo cambios y me nombraron rector. Estuve casi cuatro años y siendo rector marché a Roma cuatro meses para vivir una experiencia en una escuela sacerdotal del Movimiento de los Focolares y posteriormente me fui a Brasil durante casi seis años.

-Su estancia en Brasil ¿supuso un punto de inflexión en su vida?

-Vi claro que Dios me lo había pedido y para mí fue algo providencial. El obispo de Apucarana, en Brasil, había solicitado a la diócesis de Granada sacerdotes para colaborar. Respondimos tres sacerdotes y nos marchamos juntos. La zona donde cada uno era responsable de su propia parroquia comprendía un espacio de unos ochenta kilómetros, aunque vivíamos juntos y lo llevábamos todo en común. Hacía pocos años que habían llegado allí los primeros habitantes y había todavía muchos trozos de auténtica selva. No había teléfono, asfalto o muchos puentes y teníamos que cruzar los ríos con barca. Había pobreza, pero no miseria. La gente se ayudaba, notabas un catolicismo muy fuerte y había quien se hacía veinte kilómetros de ida y otros tantos de vuelta para participar en la misa. Yo recibía más de lo que daba y, sin duda, aquello fue una experiencia de Dios. Ahora, con las nuevas formas de comunicación, sigo manteniendo una relación preciosa con los que conocí siendo niños y ya son abuelos. Pasados esos cinco años, casi seis, en que mis compañeros y yo fuimos cedidos a Brasil me vine de vacaciones. Iba a volver, no a Apucarana, sino a una parroquia en Vargem Grande, cerca de Sau Paulo, pero el obispo, don José Méndez, pensó que era mejor que me quedara en Granada. Lo vi como una providencia de Dios porque así puede atender a mis padres.

-¿Cuándo aterriza usted en la Basílica de las Angustias?

-Una vez de vuelta a la diócesis de Granada estuve casi un año en la Alpujarra, en la parte de Torvizcón y los pueblos de alrededor. Allí cogí fiebres maltas, que tardaron muchísimo en descubrirlas. Saliendo de la enfermedad volví al seminario con mi hermano, que se había quedado de rector. Estuve siete años y al cabo de ese tiempo fui a la parroquia de los Dolores por otros cinco. Cuando llegó don Antonio Cañizares de arzobispo entré en 1996 en la Virgen de las Angustias como copárroco responsable del equipo sacerdotal con don Carlos Torres y otros sacerdotes y vicario de la ciudad de Granada y parte del cinturón. Mi presentación en la Basílica fue en la misa de las seis de la tarde del 6 de septiembre.

-Usted ha regido los destinos de la Basílica durante casi dos décadas pero ¿de qué forma ha mandado también la figura de la Virgen?

-En general tengo mucho que agradecerle a María, la Virgen, en mi vida porque ha habido momentos muy claros y muy claves. Mis padres le tenían una devoción inmensa y cuando tenía diez años me llevaron por vez primera a Fátima. Allí le pedí a la Virgen que quería ser sacerdote. Después, mi relación con la Virgen de Fátima ha sido muy profunda. Cuando estaba en Salamanca teníamos un compañero que era portugués, un monje de un monasterio de Oporto, y en la Semana Santa nos íbamos al monasterio, invitados por él y los benedictinos. Siempre hacíamos una visita a Fátima. Estando en el Seminario Menor también iba en Semana Santa a Fátima con sacerdotes y monitores. Allí conocí a la hermana de Lucía y a un primo de Lucía. Este le había pedido a la Virgen que lo curara, pero la Virgen, no sé por qué, le había dicho que no. Me impresionaba mucho la fe de ese hombre que iba todas las mañanas y tardes a rezar a Fátima, hiciese el tiempo que hiciese, arrastrándose con sus muletas. Antes de irme a Brasil pasé por Fátima y le ofrecí ese nuevo designio y esa nueva etapa en mi vida. Cuando veníamos a Granada de pequeños, desde Ogíjares, el tranvía paraba aquí y la primera visita que hacía junto a mi madre era a la Virgen de las Angustias y después a San Antón donde estaba expuesto el Señor. Ese modelo de María para mí ha sido muy importante y ya, como sacerdote en la Basílica, es cuando he descubierto de verdad cómo actúa la Virgen. Unos lo llaman milagros pero para mí es su estilo normal. Lo que yo he procurado siempre es que la casa de la Madre estuviera abierta para acoger a todos. Ha habido muchísimas experiencias que a mí me han enseñado a ver profundamente y a guardarlo todo en el silencio del corazón, como Ella. He conocido muchas personas con un amor a la Virgen y a la Eucaristía que han sido un ejemplo para mí.

-Entre todas esas experiencias que ha vivido o los testimonios que le hayan llegado ¿Cuáles le han emocionado especialmente?

-Un día apareció una pareja americana, ya mayor, que sólo hablaban unas palabras en español. Traían un donativo de doscientos euros, que en aquella época era una buena cantidad, recién entrado el euro. Me quedé muy parado cuando me dijeron que habían llegado por la mañana en el avión, venían a ver a la Virgen, entregar el donativo y marcharse. El año anterior habían visitado la Basílica de turismo y al entrar se quedaron sorprendidos con Ella. Le pidieron a la Virgen que un hijo que se había metido en la droga, saliera de ella. Y su hijo había salido y venían a darle las gracias. Casos como este, muchos. Recuerdo otro muchacho joven, con las pintas un poco raras, que me dijo. “Maestro. ¿Qué me ha pasado a mí? Que yo he entrado en esta iglesia y a mí me ha ocurrido lo que sea. He sentido una cosa por dentro. ¿Yo puedo hacer la primera comunión?”. Otro testimonio fue el de un electricista al que le dio una descarga y se cayó. En el hospital los médicos decían que era incluso mejor que no saliera adelante por cómo se podía quedar. Vino la familia, entramos al camarín y estuvimos rezando por él. A los pocos días fue el muchacho el que vino con su novia y su madre a darle las gracias a la Virgen. La madre me contó que su hijo le había dicho. “Mamá, yo sabía que no me moría porque cuando me caí le recé a la Virgen de las Angustias”.

-¿Cómo se sintió aquel 6 de noviembre de 2015 cuando le cedió el testigo a don Blas Gordo, su sucesor y párroco en la actualidad?

-Yo veía que ya era voluntad de Dios. En la vida uno se encuentra con Jesús de muchas formas. Unas veces te visita resucitado, todo va muy bien, todo es alegría, y otras veces te visita crucificado y abandonado, en una enfermedad. Llevaba ya varios años pidiéndole al arzobispo, don Javier, que era mejor que yo dejara la responsabilidad de párroco y la asumiera otra persona más joven porque me sentía con la salud regular y había cosas que no podía emprender. Después de un tiempo don Javier lo autorizó y fue un momento de Dios para mí. Todos los cambios son buenos porque te traen una forma nueva de vivir. Ves que es algo que Dios te pide, se lo das tranquilamente, con mucha alegría y se convierte para ti en una gracia. Le prometí al arzobispo seguir ayudando en lo que pudiera y colaborando con don Blas, por ser él. Si no hubiera seguido don Blas yo no estaría aquí.

-Todos atravesamos ahora por un momento de cruz. El dolor, la incertidumbre, la crisis, el duelo, el miedo, el cansancio emocional están a la orden del día e, incluso, muchas personas no se acercan como quisieran a los sacramentos por el miedo a un posible contagio o porque prefieren quedarse en casa. Desde su posición como sacerdote ¿cómo hacer llegar el amor de Dios en todas estas circunstancias, donde encontrarlo y qué le respondería a aquellos que se cuestionan incluso la propia existencia de Dios ante tanta adversidad?

-El momento que estamos viviendo, y el Papa Francisco lo repite constantemente, es un momento de crisis y de cambio de época. A mí me ayuda mucho ahora pararme, preguntarme qué quiero hacer con mi vida, qué lugar ocupa Dios en ella y vivir el momento presente. Naturalmente, Dios nos manda un mensaje muy claro, que todos estamos viendo. Que somos frágiles, que no somos los dueños de todo, que no controlamos todo y de ahí nos viene el miedo, la incertidumbre, el qué va a pasar. También el sufrimiento fuerte de ver como mueren personas queridísimas y de que te encuentras con muchas limitaciones. Muchos se preguntan dónde está Dios pero también habría que escuchar la pregunta de Dios “Hombre, ¿Tu dónde estás? ¿No te das cuenta de que tú no eres el dueño, el que arregla las cosas?”. Cuando descubres que Dios me ama inmensamente y que me quiere como soy, te das cuenta de que es una realidad que recibo hoy. Dios no es mudo y nos manda infinidad de signos pero yo tengo que tener un corazón limpio y una mirada, más limpia aún, para saber qué me quiere decir Dios a mí para que yo lo asuma, para que pueda ser una luz para los demás y los considere como un regalo. Mi fuerza es que si yo me dejo llenar de Dios no se me va a quitar una enfermedad o un dolor de cabeza pero su luz y su espíritu me van a iluminar para ir por el camino correcto.

-Usted conoce la enfermedad y los momentos de oscuridad, pero también ha vivido momentos de mucha luz, como nos acaba de relatar. ¿Cuándo cree que la experiencia de Dios fue más fuerte?

-Recuerdo que cuando me operaron de timectomía y estuve casi un año fuera, los momentos más bonitos y más fáciles para entrar en unión con Dios y en los que me sentía con mucha más agilidad para hablar con Él fueron los momentos más difíciles de la salud, aquellas noches en las que no dormía nada, que fueron muchas. Eran noches hermosísimas porque eran unas noches de luz con Dios. Y ahora me da coraje porque me cuesta más trabajo y tengo que vencerme más para hacer un rato de diálogo con Él.

Por María Dolores Martínez

 

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