“Soy el tito de Granada entera y para mí es un placer”

 Haría falta todo un libro para intentar sintetizar la apasionante vida de Luis Fernández Molina, conocido por todos en la Basílica como Tito Luis. Aquel monaguillo de sólo cinco años, travieso y de pelos rizados, que comenzó a aprender todos los entresijos de la parroquia de la mano del recordado Padre Arcoya, es hoy, a sus 83 años, un personaje tremendamente querido y una de las voces más autorizadas para hablar del barrio, la Parroquia y la Hermandad de la Virgen de las Angustias, así como de París, donde trabajó treinta años y vivió también anécdotas para el recuerdo. Hoy nos acercamos a muchas de ellas.

 Todo el mundo se refiere a usted por tito Luis ¿por qué?

Muy sencillo. A Emilia Cayuela, la que era locutora de Radio Granada y, este año, presentadora del Pregón de Semana Santa la llamamos ‘La niña’ porque se ha criado en la parroquia con nosotros. Cuando volvía de Paris, donde yo estaba, siempre decía “he estado en casa del tito Luis. El tito me ha llevado a tal sitio…” y me quedé con el tito. Cuando alguien viene a la parroquia y pregunta por Luis, ya le contestan ¿qué Luis? Y hay que decir el tito Luis porque, si no, nadie me conoce. Soy el tito de Granada entera y para mí es un placer, una alegría enorme ver cómo la gente me quiere, como me recuerda la mayoría. Hay quienes se acuerdan de mí aún como el monaguillo de los pelos rizados.

¿Qué edad tenía cuando entró como monaguillo en la parroquia?

Entré de monaguillo en el año 1943 con cinco años y tres meses. Antes, la misa era en latín y había que cambiar el misal del lado izquierdo al derecho. Durante dos años no pude hacerlo porque al coger el atril con el misal se me volcaba por la cabeza y el Padre Arcoya me decía que le estaba desencuadernando todos los misales. Me pusieron a pedir porque por aquel entonces la parroquia no tenía bancos sino reclinatorios y un monaguillo se quedaba a la hora de cerrar haciendo guardia por si venían a pedir los Santos Sacramentos o cualquier otra cosa. Tenías que recoger todos los reclinatorios y ponerlos en los laterales del altar. Cuando las devotas llegaban para la misa y cogían su reclinatorio yo salía con un cepo a pedir (todavía conservo uno) y cuando me veían aparecer a todas les entraba la fe y se quedaban con los ojos cerrados. Como yo era muy travieso, a la que veía más apenada le daba un pequeño golpe para llamar su atención. Pegaban un repullo e iban a quejarse al Padre Arcoya, que era fabuloso y famosísimo. Delante de ellas me regañaba pero se quedaba con la cara de la señora que era y me decía “Luisillo, mañana, en lugar de un golpe le das dos para que se espabile y no sea tan tacaña”.

Siguiendo con los golpes, su madre, según cuenta, estuvo a punto de darle uno también a todo un conde.

Cuando terminaba de hacer todo en la iglesia, siendo monaguillo, me iba al patio a jugar. Un día llegó un señor con su capa. Como vivíamos enfrente, todas las tardes mi madre venía con un jarrillo y mi torta para merendar. Este señor llegó a la cancela y quiso entrar. No le dejé y me preguntó ¿es que no sabes quién soy yo?, Claro que lo sabía, pero le contesté que no. Me dijo su nombre y se puso a rabiar. “Niño, o me abres o te pego un tortazo que te quito de en medio”. Mi madre estaba atrás sin decir nada hasta que reaccionó y le dijo a este señor “usted le pega al niño y el jarro se lo pongo por corona”. Se marchó el conde y entró por la casa parroquial. Al poco tiempo, me llamó el Padre Arcoya. “Luisillo ¿qué es lo que ha pasado?, Creo que te querían pegar”. Le contesté: “Ha venido un señor que yo no conozco…” “No seas embustero”, me dijo el Padre Arcoya, “porque sus nietas vienen a jugar al patio contigo”. Cuando le conté lo sucedido me pidió “dile a tu madre que yo he dicho que la próxima vez no se lo diga, que le ponga directamente el jarro por corona”.

Se habla mucho del Padre José Fernández Arcoya y su recuerdo está aún muy presente ¿Cómo era para usted, que tanto lo trató?

El Padre Arcoya era monseñor y entró en la parroquia como coadjutor porque el párroco era su tío. Su condición fue que no se iría nunca de ella, hasta salir con los pies por delante. El moriría en la parroquia y así fue, el día de la Purísima. Su tumba está en el Sagrario de la Basílica. Una semana antes de su muerte subí a verle a la casa parroquial. Él estaba en cama porque se había partido una pierna por una caída y me pidió que lo ayudara en un momento dado porque no estaba su sobrina Consuelo, que era quien lo hacía. No se me olvida que me dijo “con la pila de coscorrones que te he dado Luis, quien me iba a decir que en el último minuto eras tú quién me iba a ayudar”. Le contesté que para mí era todo un honor. Era muy simpático, agradable y tenía fama de guapillo. Se hacía lo que él quería. Eran los tiempos en que estaban en la Hermandad Salvador Montoro, Manolo Montoro, Antonio Porras y Rosendo.

¿Cuál ha sido ese primer recuerdo que se le ha quedado más marcado de la Virgen?

-Me decían entonces que no se podía mirar a la Virgen de abajo hacia arriba en el camarín, al interior de Ella, porque te quedabas ciego. Era incapaz de mirarla, pero como yo era tan travieso me iba al púlpito y desde allí veía vestir a la Virgen. La ví a Ella y le cogí más fe aún. Para mí lo es todo y, además, nací justamente enfrente, en el barrio de la Virgen.

La parroquia ha sido y sigue siendo también su segunda casa…

Para mí es algo fuera de serie. Como ejemplo te diré que he tenido muchas cosas guardadas, como la túnica del Nazareno, el manto de la Duquesa de Pastrana o la toldilla de las campanillas. Luego me fui a París, donde estuve treinta años y he tenido también anécdotas muy buenas. Trabajé con un judío americano, que era archimillonario y tenía un apartamento en el que no estaba nunca. Era yo el que me ocupaba de él. Encima del apartamento había un jardín y justamente enfrente, la Embajada de España. Cuando el rey emérito, don Juan Carlos, fue como Príncipe de Asturias a París un día me dijo la conserje “Monsieur Fernández, arriba hay unos señores que le están esperando”. Venían a inspeccionar la terraza por la visita y cuando vieron que yo era español, ya se despreocuparon.

Tuvo una vida fascinante en París, donde llegó a trabajar en el Hotel Príncipe de Gales.   

Allí me presentaron al decorador jefe de Christian Dior, Monsieur Degres, y cada vez que daba una fiesta tenía que preparársela. Así conocí a María Callas, a Charles Aznavour, a Yves Montand y su mujer, Simon Signoret, a Brigitte Bardot…Monsieur Degres vivía justo al lado de El Eliseo y esas casas tenían unos pasajes subterráneos que se comunicaban con las otras calles. En una ocasión me pidió que pasara a María Callas por uno de esos pasajes porque la puerta estaba llena de paparazzis. Así lo hice y salimos a La Madeleine donde había un coche esperándola. La sorpresa fue que a las dos semanas Monsieur Degres me dijo que me pasara por su casa porque tenía una carta para mí. En ella había una foto de María Callas y doscientos francos en recompensa por haberla librado de los paparazzis. En París compré una casa en Montmartre, que era como una especie de apartamento con tres balcones al lado del Sacré Cour, algo fuera de serie, al igual que la Capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa en la Rue du Bac. Tenía mucha amistad con las monjitas porque iba muy a menudo y les compraba medallas que luego repartía en Granada. Mi pasión por la Iglesia ha sido desde siempre. He estado dos veces en Lourdes, en Lisieux, aunque también he viajado a Inglaterra, Holanda, Alemania, Berlín, Colonia, Frankfurt… Ya tengo 83 años, pero he vivido la vida.

¿Cómo fue la vuelta a su tierra?

Llegué cuando el que era párroco de la Basílica, Don Carlos Torres Quirantes, se había ido. Me hice cargo entonces de todo el ensamble, armarios y adornos de la iglesia. Recuerdo que cuando preguntaban algo que no sabía Don Francisco, recién llegado de Los Dolores como nuevo párroco, contestaba: “Un momento, que vamos a llamar al tito Luis, que él estaba antes de que llegara la Virgen”. Luego está Don Blas, que eso es ya punto y aparte. Me llevo muy bien con todos. Adoro a la Virgen y tengo muchas anécdotas con las camareras, especialmente con Marian, la marquesa, de la que no me olvido porque era un pedazo de pan, al igual que María Jesús que es una excelentísima persona. En mis tiempos la camarera mayor era la tía de Marian. Se sentaba en un sillón delante de la Virgen y decía lo que le gustaba y lo que no. Un día Marian le dijo a Encarnita, la mujer de Antonio Porras, también camarera, que trajera una silla para que yo me sentara en ella y pusiera defectos a la Virgen antes de subirla. Había una amistad enorme.

Siguiendo con Antonio Porras, secretario de la Hermandad, se tuvo que hacer horquillero en dos ocasiones por él.

Era quien se ocupaba de la cuota anual y había que ir a pagarle a su tienda. Como me fui a Paris y estuve dos años si pagar me borró. Cuando vine de nuevo me tuve que hacer horquillero otra vez, el mismo día que mi cuñado Pepe Vélez.

¿Cuál ha sido la experiencia más bonita que ha vivido en la Virgen?

La unión tan grande y especial que había entre un grupo de madres que venían a limpiar la iglesia un par de veces por semana sin cobrar nada. Entre ellas estaban mis hermanas, Pepa Arias y María Angustias, la única que queda y que sigue ayudándonos a José y a mí en la actualidad a arreglar la iglesia. El día que la Virgen se iba de procesión nos quedábamos todos en la iglesia a limpiarla con cepillos de raíces cuando los bancos estaban quitados. Parecía que la Virgen nos reunía a todos. Otra tradición, que quería contarte, es la de los peregrinos que llegan de madrugada a ver a la Virgen. La inventamos José, mi sobrino Pepe y yo porque nos quedábamos a guardar la Virgen la noche previa a la procesión. Antes lo había hecho la Policía y había que pagarles y luego la Guardia Civil. Manolo Serrano acordó que nos quedáramos nosotros y nos pagaban lo que le daba la Hermandad a la Policía. Decidimos abrirle la puerta y dejar entrar a los muchachos que venían en peregrinación. No te puedes imaginar lo que es ver a un chaval tirarse a los pies de la Virgen y llorar a lágrima viva porque su madre estaba mala o tenía cualquier otra necesidad. Era francamente emocionante. Antes la puerta de la sacristía tenía una trampilla abierta por la que veíamos quien se acercaba al patio.

Hábleme de la capilla del Perpetuo Socorro que hay en la iglesia, su capilla.

Dicen que es la capilla del tito Luis porque soy el que me ocupo de ella. En ella hay una pila bautismal que tiene dos o tres siglos y un confesionario que estaba entre la capilla del Cristo de los Pastores y la Virgen del Carmen. También hay un reclinatorio que tapicé yo e iba para la capilla de Santa Bárbara de los militares pero acabó allí. Es una verdadera pena que esa pila no esté a la vista como la del Sagrario. Todo cuanto he hecho en la iglesia ha sido de forma desinteresada, por la Virgen, porque la llevo dentro, me he criado con Ella y es lo más grande que tiene la Basílica.

No olvidemos al famoso Pepito, la escultura del monaguillo que hay en el camarín. ¿Quién le puso el nombre?

Se lo puse yo y lleva mi ropa. Tiene dos roquetes y soy yo quien me encargo de ponerlos y quitarlos.

¿Ha cambiado mucho la Basílica, el barrio de la Virgen y la Hermandad en todos estos años?

La Basílica y su distribución eran completamente diferentes. Ahora si es más parroquia. Llegaban las novenas y vendíamos sillas a tres chicas, que eran quince céntimos. Se repicaban las campanas con cuerdas. Los monaguillos ganábamos siete pesetas en un mes que nos servían para dárselas a nuestras madres. Aquello era ya un capital. Cuando había una foto, los monaguillos salíamos los primeros. Guardo una en la que está Eva Perón, Servando Fernández-Victorio y Camps, autoridades y un niño chico, que soy yo, puesto delante. Los monaguillos teníamos nuestra sotana, como los curas. Yo me la remangaba y cruzaba corriendo la calle para que mi madre me diera cualquier cosa.  En la sacristía teníamos en un rincón de un despacho una tarima y un brasero con el que nos calentábamos. Subíamos una vez al mes a la casa del párroco a contar las monedas de la colecta que eran gordas de aluminio. Salíamos con las manos negras. El Padre Arcoya nos daba una peseta a cada uno por contar los dineros. La parroquia ha cambiado mucho, he conocido a muchísimos sacerdotes pero los que de verdad me han impresionado han sido dos hermanos, Don Antonio y Don Francisco Molina, ‘Don Paco’ como me gusta llamarlo, dos buenísimas personas, sin atrasar a Don Blas, que vale para todo. El barrio también ha cambiado mucho. Conocí a Don Vicente Redondo Toro, ‘Vicentico’ el seminarista, como yo lo llamaba, a Doña Ana, cuando nos daba nuestra onza de chocolate y un pedazo de pan para que nos fuéramos a jugar un rato al futbol al Salón porque la pobre no podía aguantarnos más, he conocido a tu familia, a tus abuelos, tus tíos, tu padre… Hemos sido una familia. Había menos poderío y dinero pero había mucho cariño. En la Hermandad también he conocido a buenísima gente como a Rosendo, Porras, famoso por su Viva la Virgen, su mujer Encarnita…Ha habido hermanos mayores muy buenos como Salvador Montoro. Ni se le veía. Echo mucho de menos a Matías, el tesorero, a Manolo Serrano…y no me gusta que se vaya Miguel Luis porque es un historiador y una persona estupenda. También le tengo un cariño especial a María Cuadros, la mujer de Antonio Benavente.

Y sigue al pie del cañón.

Vivo para la parroquia. Sigo decorando para los cultos de septiembre y montando el Monumento del Jueves Santo, el Misterio en Navidad y el Belén. Gracias a Dios tengo la ayuda de José y María Angustias, que son de máxima confianza.

¿Cuantos años ya al lado de su inseparable José?

Cuarenta y seis años. Es la persona que se ocupa de mí y francamente he conocido a gente buena, pero para mí es más que mi hermano chico. Ha criado a mis sobrinos, es otro tío para ellos y uno más en la familia.

La Virgen lo es todo para usted. ¿En qué momento ha sentido especialmente su Mano?

Mi hermana María Luisa tuvo cáncer y murió de esa enfermedad. Duró ocho años y lo único que le pedí a la Virgen de las Angustias es que si se iba, que no sufriera. Y no sufrió, se quedó dormida. Eso se lo debo a Ella. A mi madre la he conocido toda mi vida vestida de negro, con el hábito de la Virgen de las Angustias, que es un vestido negro, un cordón fino a la cintura, de seda, y una Virgen de las Angustias recortada en la solapa. La tengo guardada. La pasión hacia la Virgen es familiar y ahora, por si faltaba poco, está Luis Miguel, el actual sacristán, que es mi ahijado y se llama Luis por mí. Siento adoración por él.

Por María Dolores Martínez

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