En recuerdo de mi padre.
Rafa, ¿vamos a ver a la Virgen de las Angustias? los ojos de Rafa sonreían al par que todo su rostro.
Y se dejaba hacer, lavar, peinar, vestir para la calle. No protestaba. Porque ir a ver a su Virgen era el mejor de los premios.
Rafa era mi padre. Sufría Alzheimer. Esa enfermedad que aumenta lo peor y lo mejor de cada persona, y que en mi padre aumentó su eterna amabilidad y lo hizo aún más generoso, si cabe, de lo que siempre había sido.
El adoraba a su Virgen de las Angustias, su Angustias, como cariñosamente la llamaba en privado. No era irreverencia. Era respeto, cariño y agradecimiento porque desde siempre, mi madre y él habían puesto sus esperanzas en ella, y a ella dirigían tanto sus agradecimientos como sus ruegos y plegarias cuando la vida nos daba algún revés.
Y es que Nuestra Señora, parece que tenía oídos para ellos, y no sabría contar cuántas veces nos hemos sentido amparados por su bondad sin límites.
Pues bien, sigo con mi padre.
Esos días de visita a la Virgen, una vez que mi padre se vestía “de domingo”, sentado en su silla de ruedas, salíamos los tres, mi madre, él y yo, hacia la Basílica.
Por el camino canturreaba. Los dedos tecleaban en el brazo de la silla una melodía que sólo se interpretaba en su cabeza, pero que debía de ser alegre porque sonreía mientras sus dedos tintineaban.
Y cuando llegábamos y entrábamos a la iluminada oscuridad de la Basílica, mi padre abría los ojos, como si fuese la primera vez que veía a Nuestra Señora. Y lanzaba un oooooh, a veces silencioso y a veces tan sonoro que hacía volver la cara a quienes ya estaban allí.
Y con las dos manos le lanzaba besos y la piropeaba con un “guapa”, solo uno, que conseguía emocionarnos.
Nos íbamos a los primeros bancos de la Basílica, frente a Nuestra Señora, para que mi padre pudiese estar más cerca de ella. La miraba sin pestañear, y su cara, mientras estábamos allí, mantenía una dulce y serena sonrisa.
Alguna lágrima se le escapaba, lágrimas que nunca hemos llegado a saber qué sentimiento las provocaban pero… ¿qué más da el motivo? mi padre sonreía emocionado.
Sabíamos que en esos momentos todo su cuerpo derrochaba amor hasta rebosarle en esas lágrimas que mi madre y yo dejábamos correr por sus mejillas, porque sabíamos que eran pura felicidad y puro agradecimiento.
Hubiera sido un error retirar de su cara tanta belleza.
María Dolores de la Torre Videras